Es curioso -o eso supongo-, pero mi mamá jamás nos inculcó el culto a la madre y los 10 de mayo nunca fueron en casa algo tan importante como, por ejemplo, la Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo. Al famoso Día de la Madre, yo lo asocio más bien con los festivales escolares de esa fecha, cuando desde días antes en la primaria nos ponían a hacer objetos manuales, casi siempre espantosos e inútiles, que las mamás recibían con fingida sorpresa y sobreactuado agradecimiento. A veces nos ponían a cantar, a recitar, a hacer bailes folclóricos, a realizar tablas gimnásticas o incluso a actuar, como la ocasión en que -estaba yo en tercero de primaria, en 1963, en el colegio de monjas donde estudié del 61 al 64 (el "Hernán Cortés", en Tlalpan)- actué por primera y única vez en mi vida, en el patio escolar, frente a un centenar de personas. Mi papel consistía en ser un alumno que se portaba mal y que era acusado por otro de alguna travesura, por lo que la maestra (actuada por una compañera) me tomaba de las patillas y me arrastraba hasta el pizarrón para regañarme enfrente de todos. Muy enojado, yo regresaba a mi pupitre y al pasar a un lado del delator, le gritaba un insulto tremebundo, cuyo significado aún no he logrado desentrañar, después de poco más de medio siglo: ¡"cuchara de viernes!".
Otro recuerdo de los 10 de mayo es el de las serenatas, ya en la adolescencia. Como en mi grupo de amigos, que se ampliaba extrañamente ese día, éramos tres o cuatro los que sabíamos tocar la guitarra y cantar, nos teníamos que fletar durante toda la noche para visitar una veintena de casas y homenajear (es un decir) a la santa madrecita de cada uno de nosotros. "Página blanca", "Reloj" y "Las mañanitas" solían ser las canciones que repetíamos una y otra vez. Conforme iban transcurriendo las horas, el grupo iba disminuyendo y ya para las cuatro o cinco de la madrugada, quedábamos siete u ocho. La verdad no me gustaba cuando tocaba llegar a mi casa (en la calle Magisterio Nacional, a dos cuadras del centro de Tlalpan). Como mi mamá no era afecta a las serenatas, lo hacía yo más por quedar bien con los cuates que por darle un gusto a mi madre, quien salía a las tres de la mañana con cara de "ojalá que esto termine pronto". Me parecía tan cursi que si nos hubiésemos saltado la visita a mi progenitora, lo habría agradecido... y esto fue a lo largo de cuatro años, de 1970 a 1973. Siempre terminábamos -ya sólo cinco o seis amigos- con las primeras luces del amanecer, tomando café en el Vips de Universidad y Miguel Ángel de Quevedo.
La verdad es que en mi familia era mayor el culto a la abuela que a la madre, en especial a mi abuela paterna, doña Guadalupe Ayala viuda de García. El 12 de diciembre de cada año se hacía un fiestón en la Quinta Guadalupe, una casona situada en la esquina de Coapa y Tesoreros -donde felizmente permanece-, en la tlalpeña colonia Toriello, a la que acudían muchísimos parientes y amigos para degustar el maravilloso pozole sinaloense que preparaba mi propia abuela (un día antes, ella misma nos ponía una chinga, a varios de sus nietos, al obligarnos a pelar y descabezar el maíz cacahuazintle, grano por grano) y los legendarios y deliciosos frijoles puercos que jamás he vuelto a comer.
Esas son mis memorias del 10 de mayo, una fecha que nunca fue tan trascendente para mí y para mis hermanos, gracias a que -como dije al principio- nuestra propia mamá (quien por fortuna aún vive y lleva sus noventa y dos años con estupenda salud) jamás nos lo inculcó. Quizá por eso nunca se nos desarrollaron la adoración nacional, tan exagerada, cursi y enfermiza, por la figura materna y el complejo de Edipo, tan común en el mexicano promedio. Gracias, mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario