jueves, 23 de julio de 2015

El "especial" que dio origen a La Mosca

En 1992, trabajaba como guionista de historietas en Editorial Ejea y colaboré en un breve número especial de U2, realizado con el pretexto de la primera visita a México del cuarteto irlandés. Acababa yo de publicar en El Financiero la traducción de las letras del Achtung Baby y le propuse a Jaime Flores republicarlas en su especial. También le solicité escribir el texto principal del número, pero no confió mucho en mí y prefirió dárselo a Pablo Queipo, en aquel entonces director de la chafísima revista Rock América y mejor conocido –irónicamente, por supuesto- como “El Jann Wenner mexicano” (Pepe Návar lo bautizó así). Ni modo.
  Poco después, se me ocurrió retomar mi vieja idea de hacer una revista de rock y en diciembre de 1992 se lo comenté a Jaime Flores. “Preséntamela por escrito”, me dijo. En dos hojas tamaño carta, escribí entonces -en mi vieja maquina Olivetti Lettera- el proyecto y se lo mostré a una linda chavita de veinte años que trabajaba en la misma editorial, como redactora de la revista musical de pop Atrevida. Su nombre, Karem Martínez. A Karem le encantó la idea, me sugirió algunos cambios, me ayudó a hacerle algunas adecuaciones y ella misma le llevó aquellas dos hojitas a Jaime. Todavía no sé qué tanto le debo a la labor de convencimiento de quien hoy sigue siendo mi gran amiga para que Jaime Flores haya terminado por aceptar y dar luz verde a aquella incipiente revista de rock que ni siquiera tenía nombre.
  Lo que sí creo es que, sin la existencia del aquel especial de U2, La Mosca en la Pared quizá nunca hubiera existido.

jueves, 16 de julio de 2015

De paseo al aeropuerto

Estoy leyendo El cerebro de mi hermano, la dura pero a la vez amena novela corta de Rafael Pérez Gay, en la que cuenta los últimos días de su hermano José María y su relación con el mismo. Ya cuando la termine haré aquí la reseña. Si la menciono ahora es porque en un pasaje de la misma, Rafael refiere que cuando era niño, sus papás lo llevaban de paseo al aeropuerto de la ciudad, para ver la llegada y salida de los aviones.
  Yo también disfruté de esa diversión cuando tenía ocho o nueve años y, en efecto, mis papás también nos llevaban en el carro, a mí y a mis hermanos Myrna y Jorge, desde Tlalpan hasta las rejas del aeropuerto que daban a una avenida desde la que se podían ver sin problemas las pistas de la central aérea. Ahí nos pasábamos las horas, felices de la vida. Sergio ya estaba grande para eso, pero igual llegó a ir con nosotros. Ivette no había nacido todavía. Hablo de mediados de los años sesenta y gracias a la novela de Pérez Gay recordé aquellos felices y emocionantes momentos que quizás hoy parezcan demasiado simples, pero que en aquellos días constituían un entretenimiento fabuloso y además gratuito. Ver los despegues de las aeronaves o el momento en que descendían y aterrizaban era en verdad muy padre. "¡Mira, allá viene uno!", gritábamos desde que veíamos un punto en el cielo, el cual se iba haciendo cada vez más grande hasta tomar forma de avión y llegar a las pistas. Era genial.
  Tengo la idea de que ya por ese entonces estaba el avión-restaurante, de lo que no me acuerdo es de si alguna vez llegamos a entrar.
  Lindos recuerdos de infancia.