lunes, 7 de noviembre de 2011

Leyla

Los años de secundaria son propicios para el amor platónico. Sobre todo si se está en una escuela mixta. Leyla se llamaba ella. Iba en tercero A y yo en tercero C. Ambos en la secundaria No. 29, en Tlalpan. Era 1969. A lo largo de diez largos meses me había limitado a contemplarla a diario, durante los descansos de diez minutos entre clase y clase, sin atreverme a hablarle. Ella no se daba cuenta, ya que la miraba desde prudente distancia. Mis amigos se burlaban de mí. "Ya llégale", "no seas pendejo", etcétera. Pero era una diosa y me intimidaba. Morena, esbelta, de largo, sedoso y lacio cabello oscuro, con un rostro perfecto y unas piernas maravillosas bajo su faldita de escolapia. De origen libanés, Leyla era sin duda la muchacha más bella de la secundaria y la más bella que yo haya visto jamás.
  Último día de clases. Último día y, por ende, quizá la última oportunidad de conocer a aquella diva. A la hora de la salida, un amigo me instó a hablarle, pero no me atreví. De pronto, me abrazó por los hombros y me hizo girar ciento ochenta grados. Lo que vi entonces fue impresionante. Frente a mí estaba ella, Leyla, acompañada por dos amigas.
  -Te presento a Hugo -dijo mi cuate.
  Aterrado, me sonrojé como nunca y sólo atiné a decirle que había escrito una obra de teatro (en realidad sólo era el primer acto) y que me gustaría que ella interpretara el papel principal. Sonrió amable. Me dijo que le pasara una copia. Se despidió. Y se fue.
  Jamás la volví a ver. Nada supe de ella. No tuve manera de localizarla. Supongo que se habrá casado con un hombre rico. Tal vez tuvo varios hijos y hoy es una señora gorda de cincuenta y cinco años. Aun así, si alguien la conoce, díganle que todavía conservo la obrita teatral y que tengo una sobrina de veintiséis años que, en su honor, también se llama Leyla.

domingo, 2 de octubre de 2011

Mi 2 de octubre

Mi hermana Myrna nació el primero de octubre, pero todos nos confundimos y cada año le preguntamos si su cumpleaños es el día 2. Así de marcada está la fecha en el subconsciente colectivo. “2 de octubre no se olvida” es una frase ya tan estatuaria y broncilínea como “El respeto al derecho ajeno es la paz”, “Va mi espada en prenda, voy por ella”, “Si tuviera parque, no estaría usted aquí”, “Tierra y libertad”, “Defenderé al peso como un perro”, “… ¿y yo por qué?” o “… y ahora, ¿quién podrá defendernos?” (esta última de aplastante actualidad). La conmemoración de la matanza de Tlatelolco se ha convertido en efeméride que poco dice a las nuevas generaciones y que sirve de coartada ideológica para los nostálgicos que siguen atados a los años sesenta. El victimismo masoquista al cual tan afectos somos los mexicanos encuentra en lo ocurrido el 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas, una razón para la lamentación y el duelo, así sea de lengua para afuera.
  En el olímpico año 68, yo tenía escasos trece años, cursaba el segundo de secundaria y viví el movimiento estudiantil de manera más o menos indirecta. Mi hermano Sergio y mi primo Javier iban a las manifestaciones y este último incluso estuvo arrestado un par de días. En la secun (oficial) se nos dijo un día que los estudiantes querían tomar las instalaciones y hasta preparamos una defensa de las mismas (chale).
  Como yo era asiduo lector de Los Supermachos de Rius, simpatizaba con el movimiento. Me enteré del tlatelolcazo al día siguiente, por los diarios, pero sin comprender la magnitud de la masacre. Luego vinieron los Juegos Olímpicos y como casi todos, me clavé en las hazañas del Tibio Muñoz y el sargento Pedraza y en la gracia y belleza de la gimnasta rusa Natasha Kusinskaya.
  Así se me fue el 68. Ya luego entraría en la dinámica del 2 de octubre no se olvida, gracias a mi militancia de izquierda. Hoy sólo me queda decir que aparte de la matanza de Tlatelolco, en esa fecha se festeja también el día del Ángel de la guarda, ése que nos tiene tan abandonados.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Raúl Prieto

Para sus seres queridos, para su gente cercana, la muerte de Raúl Prieto Río de la Loza, mejor conocido con su legendario sobrenombre de Nikito Nipongo, no fue algo del todo inesperado. Una larga enfermedad lo tuvo postrado durante cerca de un año y los últimos tres meses se vio privado incluso de todo movimiento corporal. Frente a eso, ante la imposibilidad de escribir, el hombre de ochenta y cinco años pareció no ver razón alguna para seguir adelante. Su muerte, el 19 de septiembre de 2003, fue una forma de decir que había llegado la hora de descansar de su larga trayectoria como crítico del español que se mal usa en México, España y todos los países de habla hispana y como cuestionador implacable de la estupidez. Descanse en paz el terror de los pedantes académicos de la lengua, de las vacas sagradas de la cultura nacional, de los presuntos escritores y periodistas que carecen de sentido sintáctico y a veces hasta ortográfico, de los publicistas que destrozan impunemente al idioma, de los políticos mexicanos y su sempiterna imbecilidad.
  Conocí a don Raúl en la década de los sesenta, siendo yo un niño, por la muy cercana amistad que había entre su familia y el lado paterno de la mía. Su hijo Pablo y yo éramos –y seguimos siendo- más o menos de la misma edad. Sin embargo, yo no tenía la menor idea de que aquel señor que parecía siempre gruñón y enfadado tenía un alter ego de nombre Nikito Nipongo, quien desde 1949 escribía una columna itinerante llamada “Perlas japonesas”, en la cual hacía pomada tanto a quienes mal hablaban y mal escribían el castellano como a todo tipo de funcionarios y otras lacras, cuyas corruptelas e idioteces eran blanco de su aguda y sardónica pluma. En 1991 coincidimos como colaboradores de la sección cultural de El Financiero, donde tuve la oportunidad de saludarlo más de una vez.
  Raúl Prieto nació en San Pedro de los Pinos, en el Distrito Federal (y no en la inexistente “Ciudad de México”, como él siempre insistía), "al término de la Primera Guerra Mundial". Fue autor de numerosos libros, entre los cuales destacan El Diccionario, Madre Academia, ¡Vuelve la Real Madre Academia! y Museo Nacional de Horrores. Colaboró -con sus ya mencionadas "Perlas Japonesas"- en los diarios Excelsior, Novedades, La Jornada y El Financiero, así como en las revistas Siempre! y Sucesos.
  Tuve la fortuna de entrevistarlo en febrero de 2002, en su casa de la colonia Roma. Una parte de esa charla se publicó en Milenio Semanal, el 31 de marzo del mismo año. La otra parte versó específicamente sobre su experiencia como crítico y la publiqué en La Mosca en la Pared. Lo recuerdo en bata, un tanto enfermo, aunque nada me hizo imaginar que su padecimiento se agravaría algunos meses más tarde. A pesar de su malestar, fue muy atento y cordial y era claro que su memoria y su agudeza permanecían intactas. Su voz gastada no ocultaba los matices irónicos de sus comentarios. He aquí el segmento que no se publicó en Milenio Semanal de la que quizás haya sido la última entrevista de don Raúl Prieto para algún medio.


¿Qué tan importante es la crítica?
Yo creo que es conveniente que exista. En lo personal, la practico como algo natural. Para mí es una diversión. Cuando veo que algo que ha sido publicado está mal escrito, en seguida trato de enmendarlo. No me interesa quién lo haya redactado o quién lo haya dicho, a mí sólo me importa señalar lo que aparece impreso. En general no trato de molestar al autor, aunque algunos me la refrescan cuando los critico. Pero no siempre es así. Por ejemplo, en cierta ocasión el maestro Luis Herrera de la Fuente confundió a la pirámide de Cuicuilco y dijo "la pirámide de Copilco". Yo lo critiqué en mi columna y don Luis reconoció que había metido las patas, me dio las gracias por televisión y de ahí nació una amistad que continúa hasta hoy. Don Luis no es un acomplejado. Se da cuenta de que ha cometido un error, lo reconoce y ya. Es muy importante que la crítica exista en todos los géneros. Por ejemplo, en el cine. De joven yo leía las críticas cinematográficas de Xavier Villaurrutia y me servían mucho, porque en general cuando este cuate juzgaba las películas tenía razón. También en política la crítica es muy importante, aunque los políticos suelen ser unos cretinazos que se molestan cuando se les cuestiona. Pero cuando un presidente, enfrente de la Real Academia de la Lengua, demuestra que es un ignorante y dice barbaridades como esa de "José Luis Borgues", se le tiene que señalar, aunque luego diga que la prensa dice puras babosadas.

¿Tiene usted alguna fórmula para hacer crítica?
No. Simplemente encargo varios periódicos y revistas, los reviso y por fortuna siempre encuentro perlas en ellos. Es una industria que no se acaba. Entonces, no me limito a los textos hablados o escritos, sino a toda clase de imbecilidades.

¿Qué opina de la famosa frase "el crítico es un artista frustrado"?
Bueno, yo no me considero un artista frustrado. Tengo muchos libros publicados y una carrera periodística larguísima. Son tonterías, mentiras. Algunas veces me han dicho amargado, pero no tiene caso molestarse por eso. ¿Cómo podría contestarles? ¿Con insultos? Además, a lo largo de mi carrera, la mayor parte de las cartas y llamadas que recibo son para felicitarme o para comentarme cosas en buen plan.

Hay otro lugar común que afirma que la crítica debe ser positiva y no negativa.
Esas son mamadas. La crítica debe ser destructiva. Si no, no es crítica. Ahora, yo podría escribir en contra del texto de una persona porque me cae mal. Ahí habría una trampa de mi parte. Por eso tengo que sujetarme al escrito, sin importar quién lo haga. El escrito tiene su independencia, sus virtudes, sus defectos, sus desaseos y a ellos y no a su autor es a lo que debo abocarme.

¿Puede haber crítica objetiva o siempre es subjetiva?
Claro, es obvio, es natural que deba ser subjetiva. Por ejemplo, si yo critico la forma de expresarse de Vicente Fox, no es simplemente por ganas de criticarlo, sino porque cometió un error. Eso es independiente de lo que yo pueda pensar de él o de que sea protector de funcionarias cursis como Josefina Vázquez Mota. A esa señora se le ocurrió quitar el nombre que tenía el Instituto Nacional de la Senectud, perfectamente bien nombrado por don Euquerio Guerrero, su fundador, quien no quiso llamar a los viejos "ancianos", "rucos" o "vetarros", sino "senectos", que es más delicadito. Pero no, gracias a esta santa mujer, ahora el organismo se llama Instituto Nacional de los Adultos en Plenitud. Igual que uno de sus programas políticos se llama "Contigo". Por demás cursi y estúpido.

¿Cómo se imagina usted un mundo en el cual no existiera la crítica?
Bastante aburrido. Ni siquiera puedo concebirlo.


Algunas Perlas japonesas*

En Interviu, publicación madrileña, apareció una foto de Thalía al lado del siguiente texto: “La novia de México. Así la llaman en su país y así quiere que se le conozca en España, donde ya comenzaban a definirla como la Martha Sánchez mexicana”. Esta Martha, encueratriz española, ha ganado fama en su tierra por sus buenas tetas y, a la vez, por sus pobres nalguitas –las de Thalía, en cambio, son muy apreciables. En cuanto a aquello de La novia de México, título que pretende adjudicarse Thalía, todos sabemos que con justicia pertenece a Juan Gabriel.

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El cineasta Rubén Gámez señala en una entrevista: “Tequila es un film; film, no filme”. Don Rubén se niega a castellanizar la voz inglesa film (película), si se trata del sustantivo; mas no tiene empacho en traducir el verbo to film al español; o ¿qué acaso dice “voy a film una escena” en vez de “voy a filmar una escena”? Entonces sea congruente, señor Gámez y, si usa filmar, use también filme y déjese de jaladas.

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Tradujeron en México el título inglés de una cinta, Dad, rebautizándola Mi viejo. Se trata de una versión argentina, no mexicana: acá decimos mi papá o mi jefe. Si en México alguien se refiere a su viejo es la señora que habla de su marido.

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En el semanario Etcétera, Fabricio Mejía Madrid afirma: “La población se volca en las calles”. -¿Se volca?- pregunta estupefacta mi secretaria Macuca Toluca. –Quizá también se colga declarándose en holga, como conta cuando almorza, según sole hacerlo, pues así ni se las hole ni se forza ni se torce, sin importar si se amola porque su cautín no solda, pues no lo renova.

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El jueves 7 de abril de 1997, al llevar su espesa humanidad a las ruinas de Chichen Itza para colaborar en su deterioro, el señor Luciano Pavarotti declaró: “Es un privilegio estar en tierra maya y compartir (sic) una cultura que tuvo contacto con extraterrestres”. Algunos aplaudieron, en vez de que todo el público le aventara huevos podridos.

(*Tomadas del libro Perlas japonesas. Nikito Nipongo. Lectorum. 2001).

sábado, 19 de marzo de 2011

Rita Guerrero


Conocí a Rita Guerrero en 1995, cuando estaba yo trabajando en la elaboración del libro de entrevistas Rock bajo palabra que me había encargado Andrés Ramírez, de la editorial Planeta, volumen que finalmente nunca vio la luz. Mi amiga, la fotógrafa Yuriria Pantoja, me ayudó a conseguir a las bandas a entrevistar y fue el caso de Santa Sabina, con cuyos integrantes platiqué una noche, en un restaurante del centro de Coyoacán, donde nos citamos. No era la primera vez que veía a Rita en persona, ya que la había escuchado al frente del grupo, en un concierto celebrado en uno de los pasillos del Estadio Azteca, en 1993, en algo que se llamaba algo así como La Ola Azteca. Aquella vez en Coyoacán, charlé con ella, con Alex Otaola, con Patricio Iglesias y con Poncho Figueroa. Con todos mantendría, de una u otra manera, cierto grado de amistad que con algunos de ellos perdura, sobre todo con Otaola.
  Más tarde, a lo largo de la historia de La Mosca en la Pared, la vi en tres o cuatro ocasiones más. La más singular fue en 1997, cuando hicimos la sesión de fotos de la famosa portada de la revista (la No. 19) en la cual aparecían ella y Julieta Venegas en una escena lésbico vampiresca que causó sensación y la convirtió en una carátula de culto entre los lectores moscosos. También fue memorable la entrevista que les hice a Rita y su marido, Aldo Max, para el número 107, acerca de lo que significaba ser músicos, padres y esposos. Las imágenes de esa mañana (de Diana Barreto) son maravillosas y reflejan la felicidad de la pareja y su hijo Claudio, entonces de pocos meses de edad.

  Rita siempre me pareció muy simpática y agradable. Muy inteligente también. Poseía un sentido del humor bastante negro y una risa muy peculiar (recuerdo en particular una plática muy divertida con ella y con Poncho, en el lugar donde ensayaban, a un lado de las oficinas de Discos Antídoto, por allá de 2003). Por lo que pude apreciar asimismo, en el fondo era más bien tímida e introspectiva.
  La última vez que pude saludarla fue en 2009, al termino de un concierto al aire libre de Los Músicos de José, en el CNA. La recuerdo muy sonriente, con el pequeño Claudio en brazos. ¿Cómo imaginar que no volvería a verla jamás, al menos en esta vida?
  La muerte de Rita Guerrero, el pasado viernes 11 de marzo, no deja de ser impactante y conmovedora, aunque ya se conocíera la gravedad de su estado físico. A pesar de su lucha contra el cáncer, no le fue posible derrotarlo y debió darse por vencida.
Cuánto la vamos a extrañar.

jueves, 10 de marzo de 2011

Una vida de historieta


Llegué al mundo de la historieta de manera inesperada, prácticamente accidental. Corría el año de 1979. Mi primo Arturo Espinosa Michel –quien había aprendido a dibujar “muñequitos” con el legendario Antonio Gutiérrez (Lágrimas, Risas y Amor)- supo que en Editorial Posada estaban solicitando gente para las diversas especialidades que exige una historieta. Como sabía que a mí me gustaba escribir y que me acababa de quedar sin trabajo, pensó que me interesaría entrarle como argumentista. En un principio la idea me pareció absurda. ¿Un izquierdoso con aspiraciones intelectualoides como era yo a mis veinticuatro años, convertirme en escritor de esos pasquines que no hacían sino enajenar y estupidizar al pueblo de México? De ninguna manera. Era algo que iba en contra de mis más sagrados e inconmovibles principios ideológicos, fundamentados en el marxismo-leninismo, la devoción por la revolución cubana y mi todavía reciente militancia en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Por supuesto que no aceptaría semejante chamba indigna y envilecedora. Nunca de los nuncas. Jamás. Niet!
Al día siguiente, acudí con mi primo a Editorial Posada.


Como desconocía por completo la técnica para armar un guión de historieta y como de hecho hacía años que no leía lo que en mi niñez se conocía como “cuentos” (fui lector infantil básicamente de los productos de la editorial Novaro –Walt Disney, La pequeña Lulú, La zorra y el cuervo, Lorenzo y Pepita, Vidas ejemplares [Dios mío…], Supermán-, aunque también leía algunos comics nacionales como Los Supersabios, La familia Burrón, Kalimán, Tawa el Hombre Gacela y muy especialmente Memín Pinguín -me conocía al dedillo las vidas de Ernestillo, Carlangas, Ricardo, doña Eufrosina, Memín, et al- y Chanoc –con Tzekub Baloyán, Puc y Suc, Pata Larga, el Sobuca, Rogaciana La Chiclera, etcétera- y ya en mis años de escuela secundaria me volví fan de Los Supermachos y Los Agachados de Rius), como era, pues, a esas alturas, un desfasado de la historieta, la noche anterior a mi visita a Posada escribí a máquina (en mi añorada Olivetti Lettera) lo que según yo era una pequeño guión de historieta. Mi primo Arturo llevó excelentes muestras (dibujaba –y dibuja- muy bien) y lo mío era un borrador hecho al aventón, sin la mínima intención de convencer a alguien de las bondades de mi escritura. Cosas de la vida: mi primo fue rechazado y a mí me aceptaron, no sólo como escritor de historietas (don Guillermo Mendizábal Lizalde me dijo que iba a hacer de mí “un gran argumentista”) sino que me ofrecieron (saludos, Ariel Rosales) un puesto como redactor en la revista Natura, de la cual Rosa, mi entonces chava y futura esposa y ex esposa, y yo éramos fieles lectores (ambos vegetarianos convencidos en aquel tiempo). Así, de la manera más impensada, entré al mundo editorial y al submundo de las historietas.

Contra lo que muchos piensan, escribir un guión de historieta no es cosa fácil. Todo lo contrario. Requiere de una técnica que no es sencillo dominar y que cuesta muchos dolores de cabeza. No sólo se trata de crear una historia y llevarla al papel. Es necesario darle una forma determinada, redactar cuadro por cuadro, especificar lo que son los textos superiores –que deben ser cortos y concisos- y diferenciarlos de los diálogos, así como anotar las especificaciones para el dibujante. Pero además hay que crear una atmósfera que depende de la temática de lo que se cuenta, seguir la línea narrativa clásica de principio-desarrollo-clímax-desenlace, dotar a los personajes principales y aun a los secundarios y/o incidentales de personalidad propia, de lógica en sus reacciones y actitudes, de virtudes y defectos, de humanidad, crear suspensos, en fin. En la historieta –en la mexicana por lo menos- se exige que haya como mínimo un héroe y un antagonista, así como un conflicto perfectamente definido (“¿cuál es el conflicto en la historia?” es una pregunta que durante largos años me hicieron innumerables directores y coordinadores en distintas editoriales). Tiene que haber una tensión de principio a fin y una acción constante, ya que las escenas excesivamente dialógadas se vuelven estáticas y aburridas... y por supuesto: nunca debe faltar una buena dosis de erotismo.


Lo anterior nos lleva a hablar de los diversos géneros que puede tocar la historieta, prácticamente tantos como los que se pueden tratar en la novela o el cine. Hay historietas y comics urbanos, rurales, románticos, de aventuras, de época, épicos, de ficción científica, históricos, realistas, fantásticos, de terror, policiacos, carcelarios, del viejo oeste, de artes marciales, mitológicos, humorísticos, picarescos, albureros, rosas y/o abiertamente pornográficos. De hecho, casi siempre se trata de una combinación de varios. Así, por ejemplo, Dinastía, de Editoral Vid, la cual escribí durante cinco años a mediados de los ochenta, era una historieta semanal, de continuación, que se desarrollaba en la Sudáfrica del siglo XIX, en plena guerra de los böers, y que contenía elementos de aventura, intriga, magia, exotismo, racismo, zoología (no confundir con zoofilia), guerra, violencia, traición, ambición, pasión, amor y sexo. En cambio, Casandra, de la misma editorial y para la cual fui una especie de ghost writer de la famosa Yolanda Vargas Dulché, era una historia rosa, romántica, de época, urbana, bastante inocua. Sin embargo, ambas exigían un rigor que quienes están afuera del mundo de la historieta ni siquiera imaginan. Trabajar para doña Yolanda fue tremendamente duro. Acudía yo a su casa y platicábamos la historia, al día siguiente regresaba con varias cuartillas escritas y ella las revisaba y las corregía sin piedad alguna, haciéndome repetirlas una y otra vez. En ocasiones resultaba exasperante, muchas veces la odié, pero aprendí muchísimo de ella, tanto como los rudimentos y primeras técnicas que me enseñó don Guillermo Mendizábal y que a la larga me sirvieron incluso a nivel literario. Mucho le deben las dos novelas que hasta ahora he escrito (Matar por Ángela y La suerte de los feos) a la autodisciplina y a la forma de estructuración escritural que me impuiso la historieta.


Ya que hablo de literatura e historietas, debo decir que son varios los escritores “consagrados” que han intentado escribir argumentos de estas últimas, con poca o ninguna suerte. Lo hicieron, por ejemplo, Ricardo Garibay e Ignacio Solares. Éste llegó a publicar, con Vid, una revista llamada Delirium Tremens, con historias referentes al alcoholismo, pero como que nunca le halló la cuadratura al círculo, a pesar de la asesoría de un consagrado como Guillermo De la Parra (autor ni más ni menos que de la mítica Rarotonga). Lo anterior significa que no cualquiera –por muy novelista o cuestista que sea- es capaz de escribir historieta y que los prestigios literarios no son garantía alguna para pergeñar un buen guión.
Mucho se habla en detrimento de este tipo de lecturas populares. Si algo se dice acaso en su favor es que cuando menos es un medio que hace que mucha gente lea. Sin embargo, se le ataca por sus temáticas, sus contenidos y su pobreza artística (hablo de la historieta mexicana, no del comic de culto). Ambas cosas son ciertas. La historieta permite que infinidad de personas que no leen libros, revistas o diarios practiquen la lectura y no se desalfabeticen. Pero también es verdad que la mayor parte de los títulos dejan mucho que desear.


Haber escrito argumentos para publicaciones como Sensacional de traileros, Sensacional de maistros o Las Chambeadoras no es quizá como para enorgullecerse, pero tampoco para avergonzarse. Finalmente, son revistas que reflejan el modo de ser de muchos mexicanos (y mexicanas) de los más diversos estratos sociales. Son caricaturas, sátiras y por tanto exageraciones del comportamiento erótico nacional, de nuestras represiones sexuales sublimadas en el álbur, la picardía, el chiste verde y el relajo. Escribir historias cómicas y picarescas es lo más difícil en el oficio de un argumentista de historieta. Lograr el ingenio y el manejo del lenguaje de un Daniel Muñoz (El Pantera) o un Juan José Sotelo (ambos, por desgracia, ya fallecidos) es algo muy difícil. Su facilidad para los diálogos de doble sentido y para idear tramas casi molièreanas (de Molière, no de Morelia) los colocan entre los grande humoristas mexicanos de las últimas décadas. Ello para no hablar de grandes dibujantes como Angel Mora (Chanoc, El Payo), Sixto Valencia (Memín Pinguín) y el ya mencionado Antonio Gutiérrez, entre muchos más.
Hoy día, la historieta mexicana vive la que tal vez sea la peor de sus crisis. Fue mi oficio principal y dio de comer a mi familia, de manera más o menos holgada, durante cerca de dos décadas. La dejé hace diez años y no creo volver a ella. No obstante, debo reconocer que en muchos momentos resultó un trabajo muy útil, lucrativo y divertido.

viernes, 4 de marzo de 2011

Mi 1967


En enero de 1967, nevó en el Distrito Federal. Un mes después, entré a la secundaria (la No. 29, en Tlalpan, mi pueblo natal) y en marzo cumplí doce años de edad. Fue a mediados de ese año que escuché con asombro dos nuevos discos que Sergio, mi hermano mayor, llevó a la casa: el Sargento Pimienta y Sus Satánicas Majestades, de los Beatles y los Rolling Stones, respectivamente. Sin embargo, no fueron suficientes para desviar mi atención de lo que más me importaba en aquellos momentos de mi vida. Me había enamorado platónicamente de Patricia Medina, “La Güerita”, una preciosa nîna de trece años que estaba en segundo grado y quien no sólo no me miraba, sino que ni siquiera reparaba en mi existencia. Pero ya desde antes me gustaban los Beatles. En nuestra diminuta y rentada casa teníamos varios discos de 45 rpm que escuchaba con mi hermana Myrna, tres años menor que yo y desde entonces fan absoluta de Paul McCartney. Yo jugaba a ser John Lennon y cantaba “Love Me Do”, al tiempo que la canción salía por las bocinas del pequeño tocadiscos portatil que teníamos. “Cantas igualito”, me decía mi hermana y yo me la creía. Sin embargo, algo sucedió en ese mismo 1967 que vino a cambiarlo todo: surgieron los Monkees… y me volví su fiel seguidor. Cambié a Lennon por Mike Nesmith (gorrita de estambre incluida) y a “Love Me Do” por “I’m a Believer”. Gerardo Aguayo, un amigo y compañero de escuela a quien le gustaban a los Doors, me miraba con absoluto y merecido desprecio. El mal momento tardaría un año en disiparse, cuando apareció el Álbum Blanco de los Beatles y recuperé la cordura. Pero eso fue ya en 1968, cuando estaba en segundo de secundaria y “La Güerita” había pasado a la historia para dar paso a otro amor platónico de nombre Beatriz. Tampoco pasó gran cosa con ella (ni con Leyla, mi platónico ideal amoroso de tercero de secundaria). Lo único certero es que jamás perdí ya el rumbo rocanrolero. Ni siquiera cuando los Beatles desaparecieron en 1970.