miércoles, 2 de diciembre de 2015

Memorias de mis yoyos tristes

Nunca fui un buen jugador de yoyo. Jamás pude realizar suertes como “El columpio”. “El perrito” medio me salía y al tratar de hacer “La vuelta al mundo”, varias veces me llevé tremendos yoyazos en la cabeza (o la choya, como le decíamos cariñosamente a la tête en esos mis tiempos de niño y adolescente).
  Aparte estaba lo de la situación económica de mi familia. Pertenecíamos a una clase media bastante venida a menos y muchos de los juguetes que sus papás regalaban a mis amigos y primos de mayor capacidad económica, para mí se quedaban en el mundo de los sueños incumplidos y los anhelos frustrados. Esto quiere decir que los yoyos que llegué a poseer eran aquellos baratones y chafitas que vendían en la mercería de la esquina. No recuerdo haber tenido aquellos maravillosos yoyos de las marcas Ledy o Duncan (también la Coca Cola sacaba unos) que se anunciaban en la tele en blanco y negro y que eran carísimos. Recuerdo el yoyo Mariposa o el Majestic, aquel modelo transparente en colores rojo o azul. Si llegué a tenerlos en mis manos y sentir su delicioso deslizar por la cuerda, fue porque algún amigo o primo me lo prestaba “un ratito”.
  Cada año era temporada de yoyo y hasta se hacían concursos a nivel nacional. Había tremendos yoyistas (¿o yoyeros?) y uno se quedaba boquiabierto al verlos en la tele e ilusionarse con que algún día sería capaz de realizar tan fantásticas suertes y hasta ganar un viaje a Disneylandia o algún súper juguete de la juguetería Ara.
  Sueños guajiros.
  No voy a decir que mi afición por los yoyos fue muy grande o que me duró mucho tiempo. Digo, tampoco fui bueno con el balero o con las canicas (me criticaban porque tiraba “de uñita” y de todos modos lo hacía mal). Tal vez por eso fui más dado a inventar mis propios juegos, bajo mis propias reglas y que jugaba solo y mi alma. Eso sí que era un yo-yo.

jueves, 1 de octubre de 2015

Giovanna (una pequeña historia italiana)

Giovanna Moya Rossi de niña, en una bellísima
fotografía de su padre, Rodrigo Moya.
Sucedió en 1973. Yo tenía dieciocho años y ella catorce. La conocí por mi hermano Sergio, ya que la invitó a participar en su película Qué tiempos aquellos de la que yo había escrito el guión. Se llamaba Giovanna y en aquel momento yo sólo sabía que era prima de Alejandra Moya (una joven muy guapa que también participaba en la cinta) y sobrina de la coreógrafa Colombia Moya (madre de Alejandra). Me enamoré perdidamente de Giovanna. Me fascinaba. Era delgada, blanca, de cabello oscuro, me parecía una preciosidad. Yo era muy tímido y apenas me atrevía a cruzar palabras con ella. Nunca me atreví a decirle cuánto me gustaba. En realidad aquello duró unos pocos meses, ya que al terminar la filmación no volví a verla y jamás se me ocurrió buscarla. El momento de mayor intimidad que recuerdo con ella fue una ocasión en que nos quedamos a solas por unos minutos en la combi de Sergio: ella en la parte delantera, yo atrás, una parte a la que no entraba mucha luz. Giovanna me miró y me dijo "pareces un fantasma". No sé por qué, pero aquello me encantó y a más de cuarenta años de distancia no lo olvido. Incluso usé esa frase en una canción que escribí, en una línea que dice "recuerdo oírte decir 'fantasma'". De hecho, le compuse una canción llamada "Dejaste abierta la puerta". Dos o tres años después, me enteré que se había matado en la carretera. Creo que iba con un novio y se volcaron en un coche. Cosas caprichosas de la vida: en los años ochenta entré a trabajar como redactor y reportero en la revista Técnica Pesquera que dirigía el gran fotógrafo y editor Rodrigo Moya. Resultó que era el papá de Giovanna y que seguido recordaba a su hija accidentada. Jamás me atreví a decirle al buen Rodrigo (curiosamente siempre nos hablamos de "usted") que yo había estado enamorado fugazmente de su hija. La madre de Giovanna era una catedrática italiana de la Facultad de Filosofía y Letras: Annunziatta Rossi (si no me equivoco, hermana del filósofo Alejandro Rossi). Tenía padres y tíos ilustres la Giovannita. Hoy tendría cincuenta y seis años. Era tan bonita, aún la recuerdo con ternura.

Giovanna, de túnica rosa (extremo derecho), en 1973, durante la filmación, en Las Estacas,
Morelos, de ¡Qué tiempos aquellos! La acompañan, de izquierda a derecha, Daria,
Alejandra Moya (de túnica amarilla), Sergio García y Tina French.

jueves, 23 de julio de 2015

El "especial" que dio origen a La Mosca

En 1992, trabajaba como guionista de historietas en Editorial Ejea y colaboré en un breve número especial de U2, realizado con el pretexto de la primera visita a México del cuarteto irlandés. Acababa yo de publicar en El Financiero la traducción de las letras del Achtung Baby y le propuse a Jaime Flores republicarlas en su especial. También le solicité escribir el texto principal del número, pero no confió mucho en mí y prefirió dárselo a Pablo Queipo, en aquel entonces director de la chafísima revista Rock América y mejor conocido –irónicamente, por supuesto- como “El Jann Wenner mexicano” (Pepe Návar lo bautizó así). Ni modo.
  Poco después, se me ocurrió retomar mi vieja idea de hacer una revista de rock y en diciembre de 1992 se lo comenté a Jaime Flores. “Preséntamela por escrito”, me dijo. En dos hojas tamaño carta, escribí entonces -en mi vieja maquina Olivetti Lettera- el proyecto y se lo mostré a una linda chavita de veinte años que trabajaba en la misma editorial, como redactora de la revista musical de pop Atrevida. Su nombre, Karem Martínez. A Karem le encantó la idea, me sugirió algunos cambios, me ayudó a hacerle algunas adecuaciones y ella misma le llevó aquellas dos hojitas a Jaime. Todavía no sé qué tanto le debo a la labor de convencimiento de quien hoy sigue siendo mi gran amiga para que Jaime Flores haya terminado por aceptar y dar luz verde a aquella incipiente revista de rock que ni siquiera tenía nombre.
  Lo que sí creo es que, sin la existencia del aquel especial de U2, La Mosca en la Pared quizá nunca hubiera existido.

jueves, 16 de julio de 2015

De paseo al aeropuerto

Estoy leyendo El cerebro de mi hermano, la dura pero a la vez amena novela corta de Rafael Pérez Gay, en la que cuenta los últimos días de su hermano José María y su relación con el mismo. Ya cuando la termine haré aquí la reseña. Si la menciono ahora es porque en un pasaje de la misma, Rafael refiere que cuando era niño, sus papás lo llevaban de paseo al aeropuerto de la ciudad, para ver la llegada y salida de los aviones.
  Yo también disfruté de esa diversión cuando tenía ocho o nueve años y, en efecto, mis papás también nos llevaban en el carro, a mí y a mis hermanos Myrna y Jorge, desde Tlalpan hasta las rejas del aeropuerto que daban a una avenida desde la que se podían ver sin problemas las pistas de la central aérea. Ahí nos pasábamos las horas, felices de la vida. Sergio ya estaba grande para eso, pero igual llegó a ir con nosotros. Ivette no había nacido todavía. Hablo de mediados de los años sesenta y gracias a la novela de Pérez Gay recordé aquellos felices y emocionantes momentos que quizás hoy parezcan demasiado simples, pero que en aquellos días constituían un entretenimiento fabuloso y además gratuito. Ver los despegues de las aeronaves o el momento en que descendían y aterrizaban era en verdad muy padre. "¡Mira, allá viene uno!", gritábamos desde que veíamos un punto en el cielo, el cual se iba haciendo cada vez más grande hasta tomar forma de avión y llegar a las pistas. Era genial.
  Tengo la idea de que ya por ese entonces estaba el avión-restaurante, de lo que no me acuerdo es de si alguna vez llegamos a entrar.
  Lindos recuerdos de infancia.