lunes, 7 de noviembre de 2011

Leyla

Los años de secundaria son propicios para el amor platónico. Sobre todo si se está en una escuela mixta. Leyla se llamaba ella. Iba en tercero A y yo en tercero C. Ambos en la secundaria No. 29, en Tlalpan. Era 1969. A lo largo de diez largos meses me había limitado a contemplarla a diario, durante los descansos de diez minutos entre clase y clase, sin atreverme a hablarle. Ella no se daba cuenta, ya que la miraba desde prudente distancia. Mis amigos se burlaban de mí. "Ya llégale", "no seas pendejo", etcétera. Pero era una diosa y me intimidaba. Morena, esbelta, de largo, sedoso y lacio cabello oscuro, con un rostro perfecto y unas piernas maravillosas bajo su faldita de escolapia. De origen libanés, Leyla era sin duda la muchacha más bella de la secundaria y la más bella que yo haya visto jamás.
  Último día de clases. Último día y, por ende, quizá la última oportunidad de conocer a aquella diva. A la hora de la salida, un amigo me instó a hablarle, pero no me atreví. De pronto, me abrazó por los hombros y me hizo girar ciento ochenta grados. Lo que vi entonces fue impresionante. Frente a mí estaba ella, Leyla, acompañada por dos amigas.
  -Te presento a Hugo -dijo mi cuate.
  Aterrado, me sonrojé como nunca y sólo atiné a decirle que había escrito una obra de teatro (en realidad sólo era el primer acto) y que me gustaría que ella interpretara el papel principal. Sonrió amable. Me dijo que le pasara una copia. Se despidió. Y se fue.
  Jamás la volví a ver. Nada supe de ella. No tuve manera de localizarla. Supongo que se habrá casado con un hombre rico. Tal vez tuvo varios hijos y hoy es una señora gorda de cincuenta y cinco años. Aun así, si alguien la conoce, díganle que todavía conservo la obrita teatral y que tengo una sobrina de veintiséis años que, en su honor, también se llama Leyla.