Con Eduardo Limón, en una obra de Fernando Rivera Calderón |
Como espectador, por ejemplo, a lo largo de mi vida he presenciado pocas obras teatrales. Al menos relativamente. Creo que si digo que por cada obra he visto quinientas películas, no exagero. Ese es más o menos el equivalente. En la primaria me llevaron a Bellas Artes a ver Sueño de una noche de verano de William Shakespeare. Esa fue la primera obra que vi. También de niño, recuerdo haber visto una representación al aire libre de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón y otra de Fuenteovejuna de Lope de Vega, en el atrio de la iglesia de San Agustín, en el centro de Tlalpan. Ya en mi adolescencia, me dejó muy marcado una obra de teatro universitario que se llamaba Los insectos, de Karel Capek, dirigida por el legendario Julio Castillo y en la que actuaban entre otros unos muy jóvenes Ofelia Medina, Manuel Ibáñez, Salvador Garcini y Blanca Guerra (guapísima), además de la inolvidable y chispeante actuación de la no menos guapa Dora Guerra.
Claro, he visto más obras, pero no son muchas. Recuerdo títulos como Debiera haber obispas de Rafael Solana (con la gran Ofelia Guilmain), El extensionista de Felipe Santander (en el teatro Jorge Negrete, con mi querido y ya desaparecido tío Alfredo en un papel peor que secundario), El juego que todos jugamos y Abolición de la propiedad de José Agustín, El avaro de Moliére (versión estudiantil en la que actuaba Gerardo Hellion, el hijo de Rosa, mi ex esposa), Tina Modotti de Victor Hugo Rascón Banda (en la Sala Juan Ruiz de Alarcón de Cultisur, dirigida por Ignacio Retes y con Tina Romero en el papel de la Modotti), las comedias Sálvese quién pueda (con Jorge Ortiz de Pinedo y Gonzalo Correa) y Una pareja con ángel (¡con Mónica Garza y René Franco!), Las obras completas de William Shakespeare (Abreviadas) (con Diego Luna, Jesús Ochoa y Rodrigo Murray), La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca (con Denisse como una de las hijas), dos o tres puestas en escena de teatro cabaret escritas por Fernando Rivera Calderón (en El Vicio, de Coyoacán, en una de las cuales entré como “actor” emergente, para una pequeñísima intervención leída, una noche en que les faltó el titular; ver foto), algunas piezas teatrales en Casa Azul (como las divertidísimas Homo Melodramaticus o La boda, con las actuaciones de mis coristas de Los Pechos Privilegiados, Leyla Rangel, Giuliana Vega y/o Paula Watson) y la inovidable puesta en escena de Susana y los jóvenes de Jorge Ibargüengoitia (con la gran actuación de mi sobrina Leyla en el papel de Susana). Habrá una decena más que ya no recuerdo (bueno, hace como un año fui con Denisse a Cultisur para ver Zoot Suit de Luis Valdez, Rock 'n' Roll de Tom Stoppard y La cocina de Arnold Wesker, esta última con alumnos del CUT. También vimos juntos Resonancias, una obra malísima de Héctor Mendoza, en el Teatro Santa Catarina de Coyoacán).
También he leído obras impresas de autores como los ya mencionados Molière, Ruiz de Alarcón e Ibargüengoitia, además de algunas de Oscar Wilde, Salvador Novo, José Agustín y Woody Allen.
Como estudiante, sólo actué una vez. Esto sucedió cuando iba en tercero de primaria, en el colegio Hernán Cortés, de Tlalpan, durante el festival del Día de la madre (para ser preciso, el 10 de mayo de 1963). Se trataba de una escena que transcurría en un salón de clases y lo único que recuerdo es que debido a una travesura, una niña me acusaba con la maestra y ésta me arrastraba, desde mi pupitre hasta el pizarrón, tomado de las patillas, a lo que yo me limitaba a gritar “¡Ayyyyy, ayyyyy…!”. Al regresar a mi lugar, pasaba junto a la niña acusona y le gritaba un insulto cuyo significado jamás he llegado a comprender (“¡Cuchara de viernes!”), pero que provocó mucha hilaridad a la concurrencia que se agolpaba en el patio principal del colegio de monjas en el cual cursé de primero a cuarto años.
Ya en tercero de secundaria (en 1969), junto con mi compañero de 3º C Jesús González Aguilar (me pregunto qué se habrá hecho), intenté escribir una obra de teatro de la que sólo se hizo el primer acto. Se llamaba Voy a cambiar el mundo y era una ingenua crítica al “sistema”, desde una perspectiva cándidamente jipiteca. Yo iba a ser el director y Chucho uno de los actores (en el papel de “El ciego”). La verdad es que la obra la escribí con la idea de que el papel principal (una chava hermosa de nombre Sonia) lo interpretara la chavita que me gustaba en ese momento y que me traía loco: la bellísima Leyla Islas Sahid, de 3ºA (ver la entrada "Leyla" en este mismo blog).
La obra jamás quedó terminada, por consiguiente nunca se escenificó y no volví a saber de la hermosa Leyla.
Esa es mi relación de vida con el teatro.
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