lunes, 1 de septiembre de 2014

La vida en rosa de Manuel Ávila Camacho

Un día, hará unos diez años, Fernando Rivera Calderón me llamó por teléfono para decirme que un amigo suyo lo había invitado a una comida y le había pedido que me llevara a la misma, porque era fiel lector de La Mosca en la Pared y quería conocerme. El amigo de marras era Manuel Ávila Camacho, a quien yo sólo conocía de nombre y como un personaje ligado de una y muchas maneras a los mundos de la política mexicana, la cultura, la farándula y el jet set nacional e internacional. La cita era en La Bodega, en la colonia Condesa, y ahí llegué junto con Fernando. Me presentó a Manuel y éste nos hizo sentar ante una larga mesa, llena de comensales. No había una sola representante del sexo femenino y tuve la impresión de que Rivera Calderón y yo éramos los dos únicos heterosexuales. La comida se prolongó hasta la noche y resultó muy agradable, sobre todo porque Ávila Camacho –un hombre bajito, de aspecto frágil y delicado- se portó como un magnífico anfitrión y un muy divertido y ameno conversador, un fábricante de anécdotas en las cuales aparecían nombres que iban de Jim Morrison a María Félix y de Severo Sarduy a Lorena Velázquez.
  Uno o dos años después, hubo una nueva invitación –otra vez por intermediación de Fernando- a una nueva comilona, esta vez en una cantina de la avenida Coyoacán, en la colonia Del Valle. Era el cumpleaños de Manuel y había más gente que la vez anterior, pero otra vez no había mujeres (bueno, estaba la actriz-actor Libertad) y me pareció notar -de nueva cuenta- que los únicos heterosexuales éramos el buen Fer y yo, además del indescriptible Pancho Cachondo. Todo estuvo muy divertido. Cominos y bebimos sin medida y al final quedé con Manuel de que alguna vez tendría que entrevistarlo para La Mosca sobre todo aquello en lo que él había tenido que ver con el rock, en especial cuando escandalizó a la mocha e hipócrita sociedad mexicana de fines de los sesenta, al traer a Acapulco la rock ópera Hair, y cuando llevó al mismísimo Jim Morrison a la casa presidencial de Los Pinos, en los tiempos en que el primer mandatario de la nación era nada menos que el ominoso Gustavo Díaz Ordaz. Según Manuel, junto con el hijo rocanrolero del ex presidente armaron un fiestón en el cual circuló toda clase de estupefacientes y en el que el Rey Lagarto era el invitado de honor, hasta que el propio Díaz Ordaz bajó en bata para acabar con el reventón.
  Varias veces hablé con Ávila Camacho por teléfono, pero nunca lo volví a ver. De hecho, quedó en enviarme a una persona para que recogiera un paquete de ejemplares atrasados de La Mosca que le ofrecí, pero jamás lo mandó. Lo de la entrevista estaba en el aire y lo seguía estando sin que alguno de los dos se apresurara por llevarla a cabo. Como que nunca me imaginé que pudiera irse como se fue, tan repentinamente, un día de octubre de 2007. De hecho, me enteré de su muerte hasta poco después, al ver una nota en la sección de espectáculos de Milenio Diario. Me dejó helado. Yo no era tan amigo suyo como para que me hubieran avisado de su funeral, pero sé que Fernando sí acudió al mismo y se asomó a la caja para cerciorarse de que el difunto era Manuel y no un muñeco. Bien pudiera tratarse de una broma macabra del sarcástico personaje para burlarse de sus amigos y enemigos.
  Una de las mayores ironías de todo esto es que desde hace casi quince años yo vivo en una calle que lleva el nombre del padre de Manuel, es decir, Maximino Ávila Camacho, un personaje a quien la historia oficial le ha cargado el sambenito de siniestro y asesino, aunque Manuel siempre lo defendió a capa y espada. Incluso, aseguraba que su padre había sido un hombre bueno y generoso y que dado el poder que tenía, muy posiblemente hubiera sido el sucesor en Los Pinos de su hermano, el presidente Manuel Ávila Camacho, pero que éste lo habría mandado envenenar para favorecer a Miguel Alemán Valdés. Eso contaba el también cineasta, quien conocía al dedillo las historias de todas las primeras damas mexicanas del siglo veinte, algunas de las cuales le parecían admirables, mientras que otras le resultaban abominables.
  Políticamente incorrectísimo, Manuel era admirador del régimen priista y defendía con sólidos argumentos no sólo a su padre –personaje villanesco, por cierto, en la novela Arráncame la vida de Ángeles Mastreta-, sino también a Díaz Ordaz, a Luis Echeverría y a sus queridísimas Sasha Montenegro e Irma Serrano, "La Tigresa".
  Nunca negó su bisexualidad e incluso hablaba de las bondades de la misma y de sus amoríos europeos con gente de la nobleza como Humberto I, ex rey de Italia, y con el mismísimo director de cine Pier Paolo Pasolini.
  Trato de recordar la última vez que hablé con él por teléfono. Fue a principios de 2007 y me recomendó a un amigo o protegido suyo, cuyo nombre no recuerdo, quien había grabado un disco. “A ver si le puedes echar una mano en La Mosca", me dijo. Le contesté que sí, pero el disco nunca llegó a mis manos.
  Ahora Manuel está al lado de Maximino y de muchos de sus queridos y entrañables muertos. No debió irse tan pronto, pero queda el consuelo de que no fue testigo de la “catástrofe” que él mismo vaticinó para el país, después de lo que consideraba como “la traición” de Ernesto Zedillo que trajo la derrota del PRI y el fin de sus gobiernos (hasta ese momento).
  No puedo imaginar que Manuel Ávila Camacho descanse en paz. Era demasiado hiperactivo.

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