sábado, 2 de mayo de 2009

Mi catolicismo


Nací en el seno de un hogar muy católico y por parte de mi familia materna, provengo de un sector franca y abiertamente ultracatolicista del estado de Jalisco (mi tío Javier, por ejemplo, fue guerrillero cristero y peleó, con las armas en la mano, contra el gobierno de Plutarco Elías Calles). Mi madre trató de educarnos, a mis hermanos y a mí, dentro de la doctrina más ortodoxa y conservadora de la iglesia romana, mas para su desgracia le salió el tiro por la culata, ya que ninguno de nosotros cinco es hoy un católico practicante que vaya a misa y esas cosas (yo no he asistido a una en los últimos treinta años). Sin embargo, aunque no siga los dogmas y mandamientos de la religión católica, debo reconocer que en lo más profundo de mi ser llevó arraigadísimo lo mejor y lo peor de la misma. Con esto quiero decir que muchas de mis actitudes, reacciones, sentimientos y maneras de ver la vida están regidas por mi inconsciente catolizado. Pasé mi educación primaria en colegios de monjas (de primero a cuarto) y de sacerdotes salesianos (quinto y sexto). De pequeño, era yo real y sinceramente un católico convencido y a los diez u once años no sólo leía libros de religión para niños y la historieta Vidas ejemplares de Editorial Novaro, sino que uno de mis pasatiempos favoritos (lo juro) era jugar a que oficiaba misa. Yo mismo armaba una especie de altar, me ponía una como sotana y de la manera más solemne iba siguiendo cada paso de dicha ceremonia.


Pero llegaron la adolescencia, la escuela secundaria (en un plantel oficial, dadas las estrecheces económicas de mi familia a mediados de los sesenta) y las lecturas liberales y socialistas (desde Los supermachos y luego Los agachados de Rius, hasta diversos libros de tendencia izquierdista) y vino un cambio radical en mi mentalidad (apoyada por mi hermano mayor, Sergio, quien me influyó mucho al respecto). Dejé la religión católica y abracé la ideología marxista-leninista, sin darme cuenta de que se trataba de una nueva religión a la que empecé a seguir con tanto o más fervor que el que le otorgué al catolicismo. Me volví comunista y ateo. Me convencí de que la religión era el opio del pueblo, sin reflexionar en que la ideología puede ser igualmente opiácea. Era yo un socialista converso que admiraba de la manera más ciega a Carlos Marx, Federico Engels, Lenin, Stalin (sí, Stalin), Mao Tse Tung, Fidel Castro y el Che Guevara -mis nuevos santones-, lo mismo que a la URSS, China, Cuba y todo el bloque soviético. Así estuve durante largos años, hasta que los golpes de la realidad histórica y la propia reflexión crítica y autocrítica me fueron abriendo los ojos. A fines de los ochenta, primero con el movimiento Solidaridad en Polonia y más tarde con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética y todos sus países satélites de Europa Oriental, me desengañé de lo que había sido mi segunda religión: el comunismo. Saber de los horrores genocidas cometidos por el propio Stalin, por la llamada Revolución Cultural china, por el sanguinario Pol Pot en Cambodia o por el sátrapa Nicolae Ceausescu en Rumania; conocer la terrible vigilancia policiaca a la que eran sometidos los ciudadanos de Alemania del Este, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, etcétera, -algo que sigue sucediendo hoy en Cuba-, fueron cosas que terminaron por descubrirme una verdad contundente y que me hicieron dar cuenta de que el dogma comunista puede ser tan fanatizante y enceguecedor como el dogma católico apostólico romano.


No puedo decir que he logrado quitarme de encima la influencia de mi temprana educación católica (un verdadero adoctrinamiento). Por ejemplo, aún persiste el dominio del castrante sentimiento de culpa que mi madre inculcó de un modo terriblemente hondo en mi psique. Sé que no lo hizo con perversidad, sino todo lo contrario: ella siempre ha querido que mis hermanos y yo seamos buenas personas y sus intenciones han sido las mejores. El problema está en la religión católica misma, al menos en la que me tocó padecer desde muy chico, esa que te obliga a temer a un Dios vigilante, castigador y omnipresente y a creer como un fanático, sin reflexión, sin cuestionamientos, con una aceptación absoluta a sus dogmas y una obediencia total a la jerarquía eclesiástica, desde el Papa de Roma hasta el más humilde sacerdote.
No soy católico. Sin embargo, llevó en mi cerebro todavía mucha de la formación y la información de esa clase tan cerrada y obtusa de pensamiento. Tampoco soy ateo (mi relación con lo espiritual es muy particular y no requiere de intermediarios). Mi lucha cotidiana, hoy día, es por no caer en actitudes y posiciones beatas, sean religiosas, políticas o ideológicas. En eso estoy empeñado.

3 comentarios:

  1. jejeje CONOZCO A MUCHOS QUE HEMOS PASADO POR ESA ETAPA DE FERVIENTE CATOLICISMO, CASI SIEMPRE INCULCADO POR LOS PADRES O ABUELOS Y QUE INVARIABLEMENTE TERMINAMOS POR DEJAR DE ASISTIR A MISA O QUE NOS VALE MADRES SI COMEMOS CARNE EN VIERNES DE CUARESMA, EN FIN , COMO ES QUE CRIAREMOS A NUESTROS HIJOS?

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  2. Oye! Conozco esa historia. Por algo somos lo que somos
    Tenemos que platicar, paso algo feo.

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  3. Dios... Es realmente difícil luchar contra nuestros viejos malos hábitos (literalmente)...

    Saludos.

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