sábado, 19 de marzo de 2011
Rita Guerrero
Conocí a Rita Guerrero en 1995, cuando estaba yo trabajando en la elaboración del libro de entrevistas Rock bajo palabra que me había encargado Andrés Ramírez, de la editorial Planeta, volumen que finalmente nunca vio la luz. Mi amiga, la fotógrafa Yuriria Pantoja, me ayudó a conseguir a las bandas a entrevistar y fue el caso de Santa Sabina, con cuyos integrantes platiqué una noche, en un restaurante del centro de Coyoacán, donde nos citamos. No era la primera vez que veía a Rita en persona, ya que la había escuchado al frente del grupo, en un concierto celebrado en uno de los pasillos del Estadio Azteca, en 1993, en algo que se llamaba algo así como La Ola Azteca. Aquella vez en Coyoacán, charlé con ella, con Alex Otaola, con Patricio Iglesias y con Poncho Figueroa. Con todos mantendría, de una u otra manera, cierto grado de amistad que con algunos de ellos perdura, sobre todo con Otaola.
Más tarde, a lo largo de la historia de La Mosca en la Pared, la vi en tres o cuatro ocasiones más. La más singular fue en 1997, cuando hicimos la sesión de fotos de la famosa portada de la revista (la No. 19) en la cual aparecían ella y Julieta Venegas en una escena lésbico vampiresca que causó sensación y la convirtió en una carátula de culto entre los lectores moscosos. También fue memorable la entrevista que les hice a Rita y su marido, Aldo Max, para el número 107, acerca de lo que significaba ser músicos, padres y esposos. Las imágenes de esa mañana (de Diana Barreto) son maravillosas y reflejan la felicidad de la pareja y su hijo Claudio, entonces de pocos meses de edad.
Rita siempre me pareció muy simpática y agradable. Muy inteligente también. Poseía un sentido del humor bastante negro y una risa muy peculiar (recuerdo en particular una plática muy divertida con ella y con Poncho, en el lugar donde ensayaban, a un lado de las oficinas de Discos Antídoto, por allá de 2003). Por lo que pude apreciar asimismo, en el fondo era más bien tímida e introspectiva.
La última vez que pude saludarla fue en 2009, al termino de un concierto al aire libre de Los Músicos de José, en el CNA. La recuerdo muy sonriente, con el pequeño Claudio en brazos. ¿Cómo imaginar que no volvería a verla jamás, al menos en esta vida?
La muerte de Rita Guerrero, el pasado viernes 11 de marzo, no deja de ser impactante y conmovedora, aunque ya se conocíera la gravedad de su estado físico. A pesar de su lucha contra el cáncer, no le fue posible derrotarlo y debió darse por vencida.
Cuánto la vamos a extrañar.
jueves, 10 de marzo de 2011
Una vida de historieta
Llegué al mundo de la historieta de manera inesperada, prácticamente accidental. Corría el año de 1979. Mi primo Arturo Espinosa Michel –quien había aprendido a dibujar “muñequitos” con el legendario Antonio Gutiérrez (Lágrimas, Risas y Amor)- supo que en Editorial Posada estaban solicitando gente para las diversas especialidades que exige una historieta. Como sabía que a mí me gustaba escribir y que me acababa de quedar sin trabajo, pensó que me interesaría entrarle como argumentista. En un principio la idea me pareció absurda. ¿Un izquierdoso con aspiraciones intelectualoides como era yo a mis veinticuatro años, convertirme en escritor de esos pasquines que no hacían sino enajenar y estupidizar al pueblo de México? De ninguna manera. Era algo que iba en contra de mis más sagrados e inconmovibles principios ideológicos, fundamentados en el marxismo-leninismo, la devoción por la revolución cubana y mi todavía reciente militancia en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Por supuesto que no aceptaría semejante chamba indigna y envilecedora. Nunca de los nuncas. Jamás. Niet!
Al día siguiente, acudí con mi primo a Editorial Posada.
Como desconocía por completo la técnica para armar un guión de historieta y como de hecho hacía años que no leía lo que en mi niñez se conocía como “cuentos” (fui lector infantil básicamente de los productos de la editorial Novaro –Walt Disney, La pequeña Lulú, La zorra y el cuervo, Lorenzo y Pepita, Vidas ejemplares [Dios mío…], Supermán-, aunque también leía algunos comics nacionales como Los Supersabios, La familia Burrón, Kalimán, Tawa el Hombre Gacela y muy especialmente Memín Pinguín -me conocía al dedillo las vidas de Ernestillo, Carlangas, Ricardo, doña Eufrosina, Memín, et al- y Chanoc –con Tzekub Baloyán, Puc y Suc, Pata Larga, el Sobuca, Rogaciana La Chiclera, etcétera- y ya en mis años de escuela secundaria me volví fan de Los Supermachos y Los Agachados de Rius), como era, pues, a esas alturas, un desfasado de la historieta, la noche anterior a mi visita a Posada escribí a máquina (en mi añorada Olivetti Lettera) lo que según yo era una pequeño guión de historieta. Mi primo Arturo llevó excelentes muestras (dibujaba –y dibuja- muy bien) y lo mío era un borrador hecho al aventón, sin la mínima intención de convencer a alguien de las bondades de mi escritura. Cosas de la vida: mi primo fue rechazado y a mí me aceptaron, no sólo como escritor de historietas (don Guillermo Mendizábal Lizalde me dijo que iba a hacer de mí “un gran argumentista”) sino que me ofrecieron (saludos, Ariel Rosales) un puesto como redactor en la revista Natura, de la cual Rosa, mi entonces chava y futura esposa y ex esposa, y yo éramos fieles lectores (ambos vegetarianos convencidos en aquel tiempo). Así, de la manera más impensada, entré al mundo editorial y al submundo de las historietas.
Contra lo que muchos piensan, escribir un guión de historieta no es cosa fácil. Todo lo contrario. Requiere de una técnica que no es sencillo dominar y que cuesta muchos dolores de cabeza. No sólo se trata de crear una historia y llevarla al papel. Es necesario darle una forma determinada, redactar cuadro por cuadro, especificar lo que son los textos superiores –que deben ser cortos y concisos- y diferenciarlos de los diálogos, así como anotar las especificaciones para el dibujante. Pero además hay que crear una atmósfera que depende de la temática de lo que se cuenta, seguir la línea narrativa clásica de principio-desarrollo-clímax-desenlace, dotar a los personajes principales y aun a los secundarios y/o incidentales de personalidad propia, de lógica en sus reacciones y actitudes, de virtudes y defectos, de humanidad, crear suspensos, en fin. En la historieta –en la mexicana por lo menos- se exige que haya como mínimo un héroe y un antagonista, así como un conflicto perfectamente definido (“¿cuál es el conflicto en la historia?” es una pregunta que durante largos años me hicieron innumerables directores y coordinadores en distintas editoriales). Tiene que haber una tensión de principio a fin y una acción constante, ya que las escenas excesivamente dialógadas se vuelven estáticas y aburridas... y por supuesto: nunca debe faltar una buena dosis de erotismo.
Lo anterior nos lleva a hablar de los diversos géneros que puede tocar la historieta, prácticamente tantos como los que se pueden tratar en la novela o el cine. Hay historietas y comics urbanos, rurales, románticos, de aventuras, de época, épicos, de ficción científica, históricos, realistas, fantásticos, de terror, policiacos, carcelarios, del viejo oeste, de artes marciales, mitológicos, humorísticos, picarescos, albureros, rosas y/o abiertamente pornográficos. De hecho, casi siempre se trata de una combinación de varios. Así, por ejemplo, Dinastía, de Editoral Vid, la cual escribí durante cinco años a mediados de los ochenta, era una historieta semanal, de continuación, que se desarrollaba en la Sudáfrica del siglo XIX, en plena guerra de los böers, y que contenía elementos de aventura, intriga, magia, exotismo, racismo, zoología (no confundir con zoofilia), guerra, violencia, traición, ambición, pasión, amor y sexo. En cambio, Casandra, de la misma editorial y para la cual fui una especie de ghost writer de la famosa Yolanda Vargas Dulché, era una historia rosa, romántica, de época, urbana, bastante inocua. Sin embargo, ambas exigían un rigor que quienes están afuera del mundo de la historieta ni siquiera imaginan. Trabajar para doña Yolanda fue tremendamente duro. Acudía yo a su casa y platicábamos la historia, al día siguiente regresaba con varias cuartillas escritas y ella las revisaba y las corregía sin piedad alguna, haciéndome repetirlas una y otra vez. En ocasiones resultaba exasperante, muchas veces la odié, pero aprendí muchísimo de ella, tanto como los rudimentos y primeras técnicas que me enseñó don Guillermo Mendizábal y que a la larga me sirvieron incluso a nivel literario. Mucho le deben las dos novelas que hasta ahora he escrito (Matar por Ángela y La suerte de los feos) a la autodisciplina y a la forma de estructuración escritural que me impuiso la historieta.
Ya que hablo de literatura e historietas, debo decir que son varios los escritores “consagrados” que han intentado escribir argumentos de estas últimas, con poca o ninguna suerte. Lo hicieron, por ejemplo, Ricardo Garibay e Ignacio Solares. Éste llegó a publicar, con Vid, una revista llamada Delirium Tremens, con historias referentes al alcoholismo, pero como que nunca le halló la cuadratura al círculo, a pesar de la asesoría de un consagrado como Guillermo De la Parra (autor ni más ni menos que de la mítica Rarotonga). Lo anterior significa que no cualquiera –por muy novelista o cuestista que sea- es capaz de escribir historieta y que los prestigios literarios no son garantía alguna para pergeñar un buen guión.
Mucho se habla en detrimento de este tipo de lecturas populares. Si algo se dice acaso en su favor es que cuando menos es un medio que hace que mucha gente lea. Sin embargo, se le ataca por sus temáticas, sus contenidos y su pobreza artística (hablo de la historieta mexicana, no del comic de culto). Ambas cosas son ciertas. La historieta permite que infinidad de personas que no leen libros, revistas o diarios practiquen la lectura y no se desalfabeticen. Pero también es verdad que la mayor parte de los títulos dejan mucho que desear.
Haber escrito argumentos para publicaciones como Sensacional de traileros, Sensacional de maistros o Las Chambeadoras no es quizá como para enorgullecerse, pero tampoco para avergonzarse. Finalmente, son revistas que reflejan el modo de ser de muchos mexicanos (y mexicanas) de los más diversos estratos sociales. Son caricaturas, sátiras y por tanto exageraciones del comportamiento erótico nacional, de nuestras represiones sexuales sublimadas en el álbur, la picardía, el chiste verde y el relajo. Escribir historias cómicas y picarescas es lo más difícil en el oficio de un argumentista de historieta. Lograr el ingenio y el manejo del lenguaje de un Daniel Muñoz (El Pantera) o un Juan José Sotelo (ambos, por desgracia, ya fallecidos) es algo muy difícil. Su facilidad para los diálogos de doble sentido y para idear tramas casi molièreanas (de Molière, no de Morelia) los colocan entre los grande humoristas mexicanos de las últimas décadas. Ello para no hablar de grandes dibujantes como Angel Mora (Chanoc, El Payo), Sixto Valencia (Memín Pinguín) y el ya mencionado Antonio Gutiérrez, entre muchos más.
Hoy día, la historieta mexicana vive la que tal vez sea la peor de sus crisis. Fue mi oficio principal y dio de comer a mi familia, de manera más o menos holgada, durante cerca de dos décadas. La dejé hace diez años y no creo volver a ella. No obstante, debo reconocer que en muchos momentos resultó un trabajo muy útil, lucrativo y divertido.
viernes, 4 de marzo de 2011
Mi 1967
En enero de 1967, nevó en el Distrito Federal. Un mes después, entré a la secundaria (la No. 29, en Tlalpan, mi pueblo natal) y en marzo cumplí doce años de edad. Fue a mediados de ese año que escuché con asombro dos nuevos discos que Sergio, mi hermano mayor, llevó a la casa: el Sargento Pimienta y Sus Satánicas Majestades, de los Beatles y los Rolling Stones, respectivamente. Sin embargo, no fueron suficientes para desviar mi atención de lo que más me importaba en aquellos momentos de mi vida. Me había enamorado platónicamente de Patricia Medina, “La Güerita”, una preciosa nîna de trece años que estaba en segundo grado y quien no sólo no me miraba, sino que ni siquiera reparaba en mi existencia. Pero ya desde antes me gustaban los Beatles. En nuestra diminuta y rentada casa teníamos varios discos de 45 rpm que escuchaba con mi hermana Myrna, tres años menor que yo y desde entonces fan absoluta de Paul McCartney. Yo jugaba a ser John Lennon y cantaba “Love Me Do”, al tiempo que la canción salía por las bocinas del pequeño tocadiscos portatil que teníamos. “Cantas igualito”, me decía mi hermana y yo me la creía. Sin embargo, algo sucedió en ese mismo 1967 que vino a cambiarlo todo: surgieron los Monkees… y me volví su fiel seguidor. Cambié a Lennon por Mike Nesmith (gorrita de estambre incluida) y a “Love Me Do” por “I’m a Believer”. Gerardo Aguayo, un amigo y compañero de escuela a quien le gustaban a los Doors, me miraba con absoluto y merecido desprecio. El mal momento tardaría un año en disiparse, cuando apareció el Álbum Blanco de los Beatles y recuperé la cordura. Pero eso fue ya en 1968, cuando estaba en segundo de secundaria y “La Güerita” había pasado a la historia para dar paso a otro amor platónico de nombre Beatriz. Tampoco pasó gran cosa con ella (ni con Leyla, mi platónico ideal amoroso de tercero de secundaria). Lo único certero es que jamás perdí ya el rumbo rocanrolero. Ni siquiera cuando los Beatles desaparecieron en 1970.
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